JAVIER MONTILLA
10/09/2010
Tordesillas, paradigma de la barbarie
Me repugnan los martes de septiembre. Eso significa que reaparecen los bárbaros. Que otro año la brutalidad salpica nuestra cordura. Que la crueldad más extrema, aquella que se ensaña con el más débil, muestra su faz más sanguinaria e irracional. Se acerca, pues, ese martes negro en que un pobre toro es torturado lenta y atrozmente por una cuadrilla de desalmados en la Villa y Tierra de Tordesillas, en nombre de la Virgen de la Peña.
El toro, como cada martes negro, será conducido hasta el puente, cegado por la confusión y el miedo. Al otro lado del puente, en la Vega, le esperarán centenares de caballistas y mozos, con un odio enfermizo, provistos de lanzas que no pararán de clavarle hasta matarle. El toro agujereado sin remisión, con lanzas colgando de sus costados, lanceado una vez tras otra, derramando su sangre a borbotones, acabará languideciendo, vencido, humillado y torturado en el suelo esperando su muerte. Tras varios minutos de agonía y sufrimiento, uno de los mozos le dará el lanzazo mortal y el Ayuntamiento, enraizado en su analfabetismo funcional y moral, le otorgará una insignia de oro y una lanza de hierro forjado.
Poco importa, pues, que su origen se remonte al siglo XVI. Que sea el único que conserve la suerte de la lanzada, introducida por los árabes durante la invasión y dominio musulmán. Poco importa que el Ayuntamiento lo disfrace de Fiesta de interés cultural nacional, que se trate de una tradición y que genere centenares de miles de euros para el pueblo. ¿No era también tradicional durante la Edad Media el derecho de pernada que ejercían los nobles para desvirgar a la recién casada? Por suerte, se han descubierto demasiadas cosas desde los años de Pedro I el Cruel. En Tordesillas, en cambio, no han querido evolucionar. Se vanaglorian de su patología enfermiza, aportando a la cultura y al patrimonio emocional de la sociedad una Escuela de Lanceros. A la cual asisten niños y cuyos padres se jactan de transmitir los valores psicopáticos que recibirán esas nuevas generaciones.
¿Somos la antigua Sefarad candidatos exclusivos a un experimento sociológico de la maldad? No creo que tengamos un gen exclusivo de la barbarie. En ese caso seríamos una nación cuyo estudio antropológico rompería moldes. Está claro que en España se siguen celebrando Toros de la Vega, torturas en Coria y otras salvajadas dignas de la estupidez y el salvajismo del Cro-Magnon. Pero en Inglaterra, por ejemplo, estos festejos de sangre eran frecuentes durante siglos. ¿No lo consideraban también una tradición? Indudablemente. Pero supieron generar un debate ético y conservar aquellas tradiciones que no suponían la tortura de un ser vivo, a imagen y semejanza de la Ilustración. La violencia y la perversidad, por lo tanto, no se pueden disfrazar de tradición. Por consiguiente, si estos hijos del Duero quieren divertirse, ¿por qué no imitar a Tarazona, donde sustituyeron la tradición de soltar a un preso al que los mozos arrojaban pedradas y cuchilladas en su huida, por un muñeco de trapo al que ahora arrojan chocolatinas? O tal vez deberían tomar ejemplo de los habitantes de Manganeses de la Polvorosa cuyo lanzamiento de una cabra del campanario de la iglesia fue una de las cacicadas más bochornosas de la historia de este país que afortunadamente fue abolida para mayor gloria del municipio. No nos engañemos. En una sociedad con una amplia oferta de entretenimiento, ¿qué sentido tiene divertirse con estas salvajadas y qué valores nos aportan?
Por tanto, se pueden aportar tantas razones como doctores tiene la Iglesia Católica. Iglesia que, por cierto, condenó la tauromaquia, como queda patente en la Bula De Salutis Gregis Dominici promulgada el 1 de noviembre de 1567 por Pío V. Sin embargo, con la voz ya seca de tantos argumentos y tanto grito estéril, este país sufre una espinosa patología en relación con la tauromaquia. Es como una lacra putrefacta e insalvable, una neurona cerebral del primitivismo más atroz, aquel que lleva a algunos efebos a creer que tienen que triturar a un pobre toro a lanzadas para ser más hombres. Miserables con atuendo de falsa hombría. Tenía razón el premio Nobel y padre moderno de la Etología, Konrad Lorenz, cuando afirmaba haber encontrado el eslabón perdido entre los animales y el Homo Sapiens/I>. Él no lo sabía, pero estaba pensando en Tordesillas.
Javier Montilla es escritor